ALLENDE EL CERRO... - La Nación, junio de 1967

EN YERMOS Y MONTAÑAS

El viento es como el hombre. Siempre igual y siempre distinto. Frío y pendenciero cuando baja de los cerros helados. Travieso, indiscreto y arrullador cuando corretea por los valles. Y para demostrar que en verdad se parece a la gente se ha dedicado a la talla directa.
Y porque es cosa cierta que los riojanos de antes y los de ahora tienen alma de artistas, que los hace amar, soñar y crear y andar por el mundo mostrando sus obras encerradas en peñolas, buriles y pinceles, el viento - que es un duende - se ha puesto a tallar.
Y en yermos y montañas, con mano firme y decidida y silbando siempre, ha ido dejando sus monumentos, apenas retocados por su amiga, el agua.

EL VALLE DE LA LUNA

Desde no hace mucho tiempo los riojanos padecen de una nueva enfermedad: la de ir al Valle de la Luna, esa porción de desierto que amablemente se disputan con los sanjuaninos y que en los mapas figura - cuando figura - con el nombre de Ischigualasto.
Y tienen razón, porque según los entendidos y conocedores es una de las regiones más bellas del país, superior a muchas de bien ganado prestigio y con una riqueza paleontológica extraordinaria.
Por ello los geólogos y paleontólogos y los profesores y alumnos de las universidades, en especial del Instituto Lillo de la Universidad Nacional de Tucumán, van allí, instalan sus carpas, cavan su superficie, obtienen restos de animales pretéritos, estudian, filman y dan nombres. Hasta a Don Herrera, su más grande conocedor y guardián, le han hecho el honor de emparentarlo con un saurio: el 'Herrerasaurio'.
Pero todos los que van a estudiar y a trabajar van a Ischigualasto. En cambio, quienes poseen sólo imaginación, arriban al Valle de la Luna, pues hasta este nombre es una muestra de aquélla.
Y allí "la loca de la casa", como la llamaba Santa Teresa, entra a jugar con el submarino, con el Fraile Orante, con el Águila, con toda la infinidad de formaciones eólicas que el valle brinda, en permanente desafío a esta imaginación, vencida en ese paisaje lunar por una realidad increíble, extraterrena.
Tan distinta a la de todos los días que, si en un momento determinado viéramos descender allí a un 'plato volador', no nos sorprenderíamos, subyugados por la tierra, las piedras y los colores de los cerros circundantes.
El Valle de la Luna es el atelier del viento. Allí se esconde y trabaja, y todas las piedras tienen el rastro de su buril y la impronta de su arte.

EL LORO

No podíamos quedarnos en Malanzán. La posibilidad de encontrarnos con ríos crecidos en la Quebrada de Huasamayo y la urgencia por llegar a hora de almuerzo a Anzulón no nos permitieron gozar más de los rincones cautivantes de esta villa. Y su plaza, su templo y su capilla rodante, un Opel traído de Alemania, quedaron guardados en fieles diapositivas.
Nos esperaba la Quebrada de Huasamayo, parque provincial desde 1962 y con justicia. Quebrachos enormes, flora autóctona casi perdida en el resto del territorio provincial y piedras de caprichosas formas, constituyen esta poco conocida belleza riojana.
Buscábamos el Loro. Y lo encontramos. Una configuración pétrea, con innumerables agujeros como de tiros de cañón, que reproduce con fidelidad las formas de esta ave parlera.
Con alas ligeramente caídas y abiertas y con un severo pico en gancho. De su tamaño nos da una idea aproximada el hecho de que, para obtener fotografías, todos cuantos viajábamos entramos debajo de él como polluelos debajo de la gallina.
Y este loro, quizás porque no habla, no está solo. Le hacen compañía otras formas también originales: los Tres Chinos, tres piedras inmensas y gemelas que semejan precisamente eso, tres chinos con sus típicos sombreros y sus rostros casi cuadrados e inexpresivos. Y una formación en forma de hongo, de copa de helado, que por no tener nombre conocido nos dimos el gusto de bautizarla precisamente así: la Copa. Tal vez el nombre surgió estimulado por la hora y el apetito que llevábamos, pues por descubrir paisajes y mirar las piedras y los petroglifos de Solca, ese día almorzamos a media tarde.
Salimos de la Quebrada después de contemplar las Tres Viejas Enojadas y nos fuimos rumbo a La Chimenea.

CRISTOBAL COLÓN

Mientras avanzábamos lo veíamos claramente. Era Cristobal Colón, con su gorro y su melena. Exactamente igual a como lo muestran las láminas de las revistas infantiles, Una efigie del descubridor de grandes proporciones, apropiándose de todo un cerro 'llanista' del departamento Juan Facundo Quiroga.
La decepción fue a la llegada. No había nada. Sólo piedras y la ilusión de haberlo visto a... Colón. Cuando regresábamos, volvimos los ojos y - otra vez - Colón elevaba su silueta para despedirnos.
Resolvimos no pensar más en él y anotamos la ocurrencia. Para nosotros, esta ilusión tiene un nombre: el Colón de La Chimenea.
Es claro que esto de La Chimenea merece también una explicación porque La Chimenea es un pueblecito perdido en Los Llanos que mereció ese nombre porque, como nos dijo nuestro guía, "humea".
Y en verdad es así. Desde atrás del cerro, donde están "las casas", se levanta una columna de humo como si una gran chimenea lo despidiera. Y se ve desde lejos, como un anuncio o un mensaje de bienvenida que el pueblo tributa a las visitas.
Cuando llegamos también buscamos la chimenea y el humo. No había nada. Otra vez una simpática ilusión óptica nos había jugado una traviesa pasada.
Nos consuela sin embargo no haber sido los únicos engañados, pues La Chimenea se llama así porque otros, antes que nosotros, se desquitaron del chasco poniéndole el nombre.

EL ELEFANTE

Llegamos a Malanzán después de una noche de tormenta y acuciados por la curiosidad. Nuestro guía, un prestigioso maestro jubilado, conocedor como pocos de Los Llanos, nos había asegurado una serie de sabrosos hallazgos. El primero, el Elefante de Malanzán.
Nos costó encontrarlo con nuestros fríos ojos ciudadanos. Hasta que la mediación del párroco, un gigantesco alemán riojanizado, por la gracia de Dios, hizo que 'viéramos' lo que nos mostraba el cerrito cercano.
Porque el Elefante es eso. Una lomada con la forma exacta de un paquidermo acostado, con su oreja enorme, su cuerpo abultado, sus patas y su trompa, que señala al Oeste.
"Mire desde aquí, desde el atrio y por entre esas columnas", ordenaba más que invitaba, el vozarrón atiplado del Padre Golbach.
Y el Elefante emergía, verde y rojo, enmarcado por el arco románico cercano, en esa atmósfera recientemente lavada por la lluvia.

EL SEÑOR DE LA PEÑA

Sobre el azul intenso del Velasco, que le sirve de telón de fondo, un rostro se recorta en la piedra. Larga melena caída sobre los hombros, pómulos ligeramente salientes y nariz aguileña. Con escasa imaginación y desde el ángulo preciso se aprecia el angustiado rostro de Jesús.
Los peregrinos de Semana Santa, a su vera, parecen los pigmeos del cuento junto al Gulliver rocoso.
Y el Señor de la Peña está allí, solitario en medio de un médano inmenso y blanco, donde sólo hay polvo y fe. Una acendrada fe de pueblo que camina leguas, portando la vela prometida o el ex-voto resuelto en duro y alegre andar.



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