DE AFECTOS Y PEQUEÑECES - Los Principios, Córdoba, abril de 1969

DEL APEGO A LA TIERRA

Nadie más apegado a la tierra que los riojanos. Salen, andan y, en cuanto pueden, empujados por el recuerdo, vuelven a "dar una vueltita".
Y quizás en esto radique nuestro drama. Es nuestra incapacidad de amor para La Rioja de hoy y de aquí. Para esta tierra de sal y de sed, vivida y transitada por unos, pero abandonada por esquiva, por muchos...
Por muchos que, si volvieran, se sorprenderían de esta Rioja que descubrimos todos los días, hecha de pequeñeces, de afectos. De un largo saludo que comienza cuando pisamos el umbral de nuestra casa y termina a varias cuadras, en otro umbral. El que nos permite levantar la cabeza para cortar el saludo repetido.

HABLE, SEÑOR...

Nos quejamos tanto de nuestros teléfonos que, por fin, estamos a punto de perderlos. Más de treinta años de servicios son más que suficientes para justificar 'un merecido descanso'.
Pero he aquí que con la desaparición de la Compañía Telefónica Interprovincial se va más de un cuarto de siglo de intimidad. De algo que sólo los riojanos sabíamos, porque cuando alguien de 'afuera' - acostumbrado a discar su teléfono - quería hablar, debía siempre preguntarnos "¿Cómo se hace?". Y nosotros, muy dueños de la situación, tomábamos el tubo y decíamos: "Señorita, ¿me comunica con Fulano?". Y el coloquio se entablaba afectuoso, rápido, como en un 'ta-te-ti' de palabras, porque evidentemente la telefonista ocupaba 'la casa del medio'.
Ahora, que pasamos nosotros también a engrosar las largas listas de abonados a ENTel y que, como niños, nos preparamos para aprender a discar, no podemos dejar de añorar aquellos tiempos en que, siendo Vice Director de la Escuela Normal el Prof. Juan Carlos Gómez, cuando necesitaba conectarse con los suyos, tomaba el tubo y, muy resuelto, decía: "Señorita ¿Quiere comunicarme con mi casa?",  Y la telefonista, que conocía la voz aguda de su ex profesor de Matemáticas, sin más ni más, lo comunicaba.
Porque era así, ¿verdad? Tanto que, cuando se deseaba hablar con alguno de los muchos integrantes de la familia Castellanos y se pedía: "Déme con la casa de Castellanos", la telefonista, siempre en su 'casa del medio', preguntaba: "¿Con quién quiere hablar, con el Dr. Tito, con el Dr. Abocho o con el joven Cholo?".
La voz seca, fría, cibernética de ahora, que después de decir "¿Número?", se calla, desaparece, muere ¿nos devolverá algún día a los riojanos eso que ya perdimos? ¿O es que también a nosotros "se nos ha muerto un sueño"?

"...¡ÁI VEREMOJ..."

Como muchos, como varios que existen en esos llanos nuestros, en constante desafío a la arbitrariedad del signo, como queriendo mostrar que los nombres, como los quebrachos, salen de la tierra.
Por eso, cuando don Toribio Romero instaló su 'puesto' - casa, corral y patio con olivos - se vio precisado a nombrarlo, casi urgido por sus vecinos, que le decían: "Y, don Toribio, cómo le pondrá a su puesto?". Y él, riojano en la pachorra y en el temple, respondía: "Y... ái veremoj". Y se quedaba muy tranquilo, esperando que el nombre, como los quirquinchos, saliera de un agujero de la tierra.
Los cartógrafos tienen ahora un problema, ¿Pues cómo expllicar que ese 'ahí veremos', que figurará en el mapa, es el nombre de 'un puesto'?.
De un puesto a la búsqueda de un nombre. De un puesto, diríamos, casi pirandeliano.

PEINES PARA ESTACIONAR

Siempre nos hemos preguntado cómo se verá la avenida Rivadavia desde el cielo. Esa avenida avergonzada que tenemos los riojanos y que, en algunas cuadras, de sólo humilde, sigue siendo calle.
Porque de todas las calles de La Rioja, ésta es la que tiene historia más azarosa.
Primero tenía 'trotadoras', para que por ellas hicieran equilibrio los pocos autos y los muchos coches a caballo que hace años había. Después, la pavimentaron y, para no ser menos que otros, a algún intendente se le ocurrió que a esta calle que nace en la fuente de la Estación del ferrocarril, para estrellarse varias cuadras después, en el murallón del Tajamar, había que hacerla avenida.
Y ahí comenzó su vía crucis, porque comenzaron a empujar las casas nuevas para adentro y a dejar las viejas con sus muros de adobe a la intemperie. Y la calle Rivadavia, ella también, penosamente, comenzó a 'descubrir interiores'.
Para placer de los niños, en una sola cuadra había veredas, anchas unas, angostas otras. Casas flamantes recostadas en las más ancianas y, en fin, un casi laberinto caprichoso que obligaba, si se caminaba pegado a la pared, como hacen los niños, a andar más metros en una cuadra que los que realmente esta tiene.
Hasta que, como en los cuentos, vino otro intendente y, de esto hace poco, se le ocurrió obsequiarnos con 'peines de estacionamiento' en la avenida Rivadavia. Y para ello, ahora, en vez de empujar las casas, empujaron los cordones de las casas y pusieron entre ellas y el pavimento una franja de tierra polvorienta que sirve para que estacionen sus automóviles, los que lo poseen, y para que destruyan el idioma con imprecaciones los que, de a pie, no tienen más remedio que empolvarse o embarrarse.
Cuando la vemos torturada, destrozada, pensamos si esta calle de la Estación no estará pagando sus pecados por permitir que por ella se escapen los lunes, miércoles y viernes los riojanos que toman el tren aquí, para bajarse en Retiro.

Y ES ASÍ

Vista desde lejos, quizás desde el camino a Catamarca o desde el atalaya del Llacampis, La Rioja es una cúpula, una antena y una enorme mancha verde de la que emergen tímidamente los techos rojos, grises, espejados de sus casas chatas.
Sin la audacia de los rascacielos, los riojanos aún podemos mirar el cielo, presumir con sus azules y sus rosados intensos y sin nubes y todavía buscar, de noche, la Cruz del Sur, las Tres Marías o la enorme Paloma, que ponen a prueba nuestra imaginación.
Y señalar con el dedo el paso raudo de algún satélite, de esos que parece que van a chocar con las estrellas.
Porque La Rioja todavía es así, una enorme arboleda que cubre interiores, que protege a cincuenta mil riojanos taciturnos, poetas, con muchos sueños y esperanzas y muy poco dinero... tan poco que todavía pueden cantar y rezar.

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