COSAS DE AYER Y DE HOY - La Nación, diciembre de 1966

PESCADORES ANDARIEGOS

Se dice que La Rioja carece de agua y aunque esto pueda ser cierto, sin entrar en razonamientos muy profundos, un grupo, en el que no faltan dos o tres italianos excelentes, organizaron un club de náutica y pesca dispuestos a demostrar que, aunque no haya agua, puede haber pescadores.
Es claro que, para efectivizar tan exótica vocación, se requiere, aquí, en La Rioja, una serie de condiciones que por lo general no posee el común de los mortales.
Por ejemplo, un espíritu de sacrificio a toda prueba que permita levantarse a las cuatro de la mañana, en valiente desafío a la proverbial pereza riojana, y esposas abnegadas que reciban a sus maridos, dos días después, en horas similares, saturados de olor a pescado y congelados, ellos mismos, de pies a cabezas.
Porque para pescar hay que viajar. A los diques de El Sisco, de Anzulón, de Valle Fértil en San Juan, a Catamarca, a Santiago del Estero... viajar siempre, con cañas, anzuelos, carnadas y equipos para mate. Porque se puede dejar la tibieza de la cama o soslayar el mal humor conyugal, pero nunca el inocente vicio que hace llevaderas las largas horas de espera.
Y así, como en los desolados caminos riojanos de vez en cuando se encuentra un cartel que dice "a 500 metros, agua", los pescadores de estas tierras podrían adoptar una frase que rezara: "A 200 kms. pesca", porque todos los lugares que visitan quedan, precisamente, a 200 kms.

LOS CAMALOTES

Por cierto que la vocación pescadora de estos hombres, como todas las cosas, tiene su explicación. Y para intentarla habría que comenzar el relato con las palabras clásicas de los cuentos infantiles "Había una vez un dique...". Porque el Dique de Los Sauces, a sólo quince kilómetros de la ciudad, fue el que despertó sus inquietudes y los congregó a sus verdosas aguas tranquilas. Allí había pejerreyes de buen tamaño y sabroso paladar. Pero a alguien, algún día, se le ocurrió arrojar a sus aguas una plantita de camalote, quizás para gozar, algún día, de la belleza de su azulada flor, orquídea silvestre.
Hoy el dique de Los Sauces es un inmenso camalotal que ha extinguido las posibilidades deportivas y suscitado controvertidas opiniones sobre su utilidad o perjuicio. Hay quienes sostienen que esta cobertura vegetal es útil para evitar la evaporación y otros que piensan que corren riesgo de atascamiento las válvulas que permiten la salida del agua. Pero estos son aspectos técnicos en discusión.
La verdad es que del dique de Los Sauces han desaparecido los filosóficos pescadores y las barquitas que, de noche, parecían velas encendidas en su inmensidad. Los camalotes han convertido en nómades a los hombres y en modernas Penélopes a las riojanas.

EL BULEVAR

Antes era una acequia larga y prolífica que daba de beber a los predios ciudadanos y que germinaba en quintas de naranjos, de vides y verduras. En esas quintas que dieron fama de perfumada a esta somnolienta ciudad del Velasco. Por eso Joaquín V. González, Arturo Marasso y César Carrizo, pudieron evocar, sin exageraciones, el olor a azahares que en esta La Rioja lo envolvía todo.
Y por cierto que la calle por la que corría aquella debía llamarse la de 'La acequia del medio'. Acequia con enormes sauces llorones que la acompañaban en su recorrido de cuadras y con puentes en las esquinas para que pasaran gentes y carruajes.
Pero cuando llegó la era del afrancesamiento, también se afrancesó la calle de la Acequia del medio y tuvo vergüenza de seguir llamándose así y se convirtió en el 'Bulevard'. Quizás porque tenía árboles y dos avenidas.
Y el Bulevard fue escenario de corsos en carnaval y lugar de desahogo en verano. Familias enteras y serenateros lo recorrían a lo largo de sus nueve cuadras en coches descubiertos, que permitían distribuir saludos y sonrisas para los que, sentados en las aceras en cómodas hamacas, actuaban de dueños del fresco y de las brisas.
Pero el progreso lo aventó todo y tapó la acequia y taló los sauces y cubrió de asfalto lo que antes fue tierra y empedrado.
Hoy, el bulevard es una ancha avenida flanqueada por plateadas columnas de iluminación a gas de mercurio, que nace en el Arco de entrada a la ciudad, por el Sur, por la Ruta Nacional 38, y termina en una plazoleta pequeña y acogedora en la que  una imagen blanca de la Virgen de Fátima invita a la oración y el recogimiento.
En esta ciudad, en la que las  calles cambian frecuentemente de nombre, bueno sería que esa plazoleta de extramuros, humilde como la Casa de Nazareth, siguiera llamándose la Plazoleta de la Virgen.

BURROS NOCTÁMBULOS

A los riojanos no les gusta que les hablen de los burros... Y cuando algún turista desaprensivo los convierte en destinatarios de sus veleidades de fotógrafo, lo miran interrogativos, hasta molestos, como queriendo decirle, con la mirada, que hay otras cosas, mucho más bellas y típicas - en su concepto - que los burros, para estampar en sus placas.
Quizás esta lógica adversión nazca en las bromas y consejos que el agudo humor argentino les ha endilgado.
Pero lo cierto es que los burros nuestros - con el plural tomamos partido - son muy originales en sus hábitos.
De día, especialmente por las mañanas, los burros son los esforzados compañeros de trabajo de verduleras y revendedores. Se los ve, cabizbajos y lentos, recorrer la ciudad, cargados con cajones repletos deteniéndose, solos, a las puertas de los clientes. Y por la tarde desaparecen, como si la tierra se los tragara. Pero llega la noche y entonces salen, no se sabe de dónde, a recorrer calles, a comerse el césped de las plazas, a asomar - como Platero - por la ventana al cuarto de los niños sus cabezas grises, pero aquí por zaguanes y portales.
Y es tal su osadía, que su deambular llega a pleno centro, a la Plaza 25 de Mayo, en cuyos canteros hacen su banquete.

LOS COCHES DE PLAZA

Aquí se los llama así y no 'mateos', como en otras partes. Tanto que si un riojano le llama 'mateo' a un coche de plaza, está delatando su pátina de porteñismo, adquirida en una estada fugaz en Buenos Aires o su inconsciente anhelo de perder provincianía.
Los coches, sin embargo, ajenos a esos ajetreos semánticos, pasean todavía sus siluetas y sus historias por las calles de La Rioja.
Se los ve severos, casi ascéticos en sus estampas negras, sin adornos, sin cintas, sin espejitos, sin el retrato del cantor de moda o de su equipo favorito de fútbol. Eso está bien para los 'taxis' manejados por 'gringos' o por muchachones que se dejan la melena a lo Beatles. Pero no para esos criollos viejos, ajados por los soles calcinantes del verano y mojados por todas las lluvias. Porque cuando llueve y las calles de La Rioja se convierten en lagunas, entonces los coches resucitan y crecen en el aprecio ciudadano y se sienten fuertes, vencedores de los taxímetros último modelo, que se esconden para no mojarse.
Triste destino el de estos coches. Primero fueron expulsados de los alrededores de la plaza principal. Su estampa destartalada y pobre no condecía con el brillo de los autos ni con las exigencias de la higiene urbana. Después los arrinconaron en esquinas alejadas y ahora, más que pasajeros, transportan sin apuros cajones, camas, encomiendas, en fin, todo aquello que es útil a la gente, a esa gente que ya no puede darse el lujo - tampoco en La Rioja - de perder media hora andando en coche para ir de la plaza a la estación o a algún barrio de los alrededores.
A ellos, que son de ayer, no los ha vencido el tiempo, sino la velocidad.

LA PLAZA NUEVA

Hay en La Rioja una plaza oficialmente llamada 9 de Julio y familiarmente Plaza Nueva. Y en ella el presente y el ayer están divididos por una diagonal.
Antes tenía una glorieta, caminos interiores cercados por barandas de cemento que semejaban troncos naturales y otros, más gruesos, como árboles vencidos, en sus canteros.
Canteros hondos, canteros rodeados por sinuosas pequeñas acequias interiores. Canteros que obligaban a los transeúntes a mirar para abajo para descubrir una flor y un helecho, en el fondo de esos jardines ahuecados, como manos extendidas en actitud de pedir.
Y en el centro un monumento del riojano congresista de 1816, el Pbro. Castro Barros, con la mano derecha apoyada en su barbilla, en gesto pensativo y también mirando hacia abajo.
Quizás por eso los jardines de su plaza se hundían, para que él pudiera verlos mejor.
Pero a alguien se le ocurrió que todos los canteros del mundo deben ser chatos, a nivel, y los rellenó.
Y la Plaza Nueva empezó a perder fisonomía y a ser una plaza más. Y en eso está ahora. Todavía le quedan canteros sumergidos, a la espera de la tierra extraña que los tape.
Cuando la atravesamos en diagonal, la plaza de ayer se nos muestra dolorida, lastimada, casi en abandono. A su lado, la otra, la de hoy, pulcra en sus jardines geométricos, pero sin niños.
Porque a los niños les gustaban la glorieta y los 'caminitos' y los canteros hondos, que les permitían vivir, por un instante, los sueños de sus cuentos, con bosques, hadas y enanitos.





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