DE LA VIDA Y DE LA MUERTE - La Nación, mayo de 1967

AICUÑA

Después de la Cuesta de Miranda y unas decenas de kilómetros antes de llevar a Villa Unión, sorprende al viajero un cartel indicador con un nombre sugestivo: 'Aicuña'. Y suena bien en nuestros oídos. Quizás por su consonancia con vicuña o tal vez porque para llegar a él debemos tomar el angosto camino que se interna en el Famatina y que, naciendo en la ruta nacional, se pierde entre cerros de lomos redondeados.
Mientras subimos y bajamos por sus vados profundos, en un obligado jugueteo largo y cosquilleante, sentimos que estamos profanando la intimidad de la montaña colosal y pensamos, quizás por la fuerza del oficio, en la pobre maestra de campaña que seguramente encontraremos en ese pueblo, al que vamos a 'descubrir'.
Ciertamente nunca habíamos oído hablar de él. Ni siquiera a los políticos, que es mucho decir.
Una curva, la última, y por una callecita angosta y flanqueada por pircas de piedras superpuestas, penetramos en Aicuña. Un pueblo extendido a lo largo de su única calle, que muere en un horno de barro trepado en el cerro.
A su vera, la escuela numerosa  que suspende el aliento y saca la cabeza para ver pasar a nuestro 'jeep' verdoso; una pista de mosaicos con un enorme altavoz y casas campesinas y sembrados y árboles amarillos, verdes, rojos... y un manto de 'albarillos' de oro cubriendo el suelo de la quinta en que bajamos al azar.
En la casa hay mates, en alto mate de plata, dulces caseros y vino 'patero' y ancha cordialidad para las visitas desconocidas. Por el solo hecho de ser visitas.
Por un momento nos olvidamos de que estamos en La Rioja de ahora y nos volvemos con el pensamiento a los años de 'antes', a aquellos en que todavía sus gentes vivían de sus tierras y tenían paz...
Esto es Aicuña. Un pueblecito engarzado en la montaña, escondido en un rincón del Famatina, que vive un poco de espaldas al trajín de los días y que despierta infinidad de resonancias.
Por suerte, el altavoz no rompió nuestro encantamiento.
Era de mañana.

CHEPES

Cuando vamos a San Juan, los riojanos nos despedimos de la tierra natal en Chepes. Y para que esa despedida sea menos triste, 'los chepeños' le han puesto pavimento y luces de vapor de mercurio a su calle céntrica y estaciones de servicios atentas y elegantes.
Pero todo esto ocurre en Estación Chepes, allí donde llegó el tren y se juntaron las casas, venidas de lo que antes era la Villa de Chepes, distante ocho kilómetros la una de la otra.
Villa de Chepes... la de la Limpia Concepción, como reza el acta fundacional. La que antes tenía agua y por ella, huertos con higueras, viñedos y durazneros. La de los alfalfares verdes y las historias cargadas de sabor a patria. Porque fue en esta Villa de Chepes donde el capitán Fulgencio Peñaloza reclutó el contingente de 'llanistas' que, por Guandacol, cruzó la Cordillera para unirse a la Expedición Auxiliar Libertadora del Coronel Nicolás Dávila. Y aquí también donde se reclutaron los hombres que se mandaron como contribución riojana a la guerra del Paraguay.
Y así fue, verdaderamente, hasta comienzos de este siglo, en que esta villa, el Chepes Viejo de hoy, comenzó a morir, víctima de una leyenda. Increíble.
La Villa de la Limpia Concepción, nada menos, muerta a manos de una agorería... Dicen los viejos que por entonces llegó al poblado un misionero, el Padre Emilio Ruiz, quien en sus prédicas fustigaba al partido gobernante y, por ende, a su cabeza visible en la Villa, el caudillo don Apolinario Tello. Que debió ser, sin dudas, un hombre de armas llevar, porque no se quedó con las críticas, sino que un buen día y mientras el sacerdote celebraba la Santa Misa, penetró en el templo y, arriador en mano, primero interpeló al Padre Ruiz y luego lo azotó.
Evidentemente la Misa no terminó..,, el sacrilegio estaba consumado.
Los fieles, atónitos, nada hicieron para defender a su pastor y la ira divina cayó sobre don Apolinario.
Tiempo después, víctima de rara enfermedad, el caudillo moría abandonado de todos. Familiares y amigos temían 'al diablo', que se había aposentado en el enfermo.  El olor a azufre que se expandía por toda la casa era evidente prueba de esta afirmación.
Y don Apolinario murió. No hubo velatorio ni honras fúnebres, ni nada. Sólo la caridad de un vecino que le dio sepultura en el patio de la casa. De la casa que, hasta hoy, permanece abandonada y casi totalmente destruida, sin que nadie se atreva a tocar nada de ella. El extinto, dicen, fue hombre de fortuna. Y su único heredero: Lucifer.
Un poco espeluznante la leyenda, pero a partir de entonces la villa se fue despoblando. Sus gentes la dejaban para irse a vivir a Estación Chepes, a La Rioja, a San Juan, a Córdoba...
Después de oír la historia nos preguntamos: a Chepes Viejo ¿lo mató el diablo o se lo llevó el tren?
Aquí, el éxodo se llama leyenda.

VILLA NIDIA

No conocemos Villa Nidia. Para llegar a ella hay que descender el mapa, llegar al fondo del Departamento San Martín y abrazarse a la línea divisoria para no caer en tierra puntana.
Pero no importa, porque Villa Nidia no es una villa, sino un poeta. Extraño, casi increíble, pero absolutamente cierto.
Si hasta nos animamos a estampar una premonición: con el tiempo, Villa Nidia se llamará Héctor David Gatica.
Además, Villa Nidia es el poblado riojano más andariego. En los cuadernos de Poesía Nueva, en 'Alborada', en los libros de poemas de Héctor David Gatica, recorre América y España e infinitos lugares de la tierra, con la sola condición de que haya un poeta para que la albergue.
Pero también en el diseminado y humilde poblado hay una iglesia consagrada al Corazón de Jesús, por decisión del pueblo en original referéndum dirigido por Gatica y una biblioteca, quizás la más actualizada y amplia de la provincia, dirigida y organizada por... Gatica y un mimeógrafo que imprime y divulga hacia los cuatro puntos cardinales los poemas, inquietudes y crónicas de viajes de... Gatica.
Y como de carne somos, también hay una sala de primeros auxilios para la que los médicos amigos de... Héctor David Gatica contribuyen con medicamentos e indicaciones.
"Animal, planta, tierra; yo soy todo" escribió una vez. Y lo es. Es la juventud que quiere triunfar desde la tierra. Sin miedos, sin limitaciones, sabiendo que no le está permitido no hacer fructificar los dones recibidos.
Villa Nidia - Héctor David Gatica son la vida. Porque son el reverso del éxodo, que es la muerte.

HUAJA

¿O Guaja? "Aquí nació el General Angel Vicente Peñaloza". El blanco monolito clavado a la vera del camino arenoso no dice más. A su alrededor, jarillas. Detrás, varios metros hacia adentro, viejas construcciones en permanente deterioro y franco abandono.
Llegamos acuciados por la curiosidad. Se nos había dicho tanto de la tierra natal del Chacho... Sólo historias salieron a nuestro paso. Porque Huaja es otro pueblo muerto. Para hablar de él hay que comenzar como en los cuentos: "Había una vez un pueblo, en Los Llanos de La Rioja, de huertos y olivares, de manzanos y viñedos, que fue capital montonera de la provincia y cuna de riojanos preclaros...".
Porque aquí, como en las viejas coplas, habría que preguntarse: "Y los hermanos de Peñaloza, don Sebastián y don Nicolás y don Regalado Vera y don Jorge Moyano y los Pereyra y los Duarte y los Gramajo, todos hombres de pro de La Rioja" ¿qué se hicieron?
¿Y sus fuentes terminales, de aguas curativas, y los mineros que descubrieron importantes yacimientos metalíferos en la Sierra de la Deidad?
Todo muerto, desaparecido. Y sobre este pueblo no pesa una leyenda de terror sino de heroicidad. Guaja, Olta, Atiles son nombres guardados con amor por los riojanos.
Sin embargo, a Huaja, como a Santa Rosa de Patquía, a Las Aguaditas de Ambil o Mascasín Viejo los mató el éxodo, la fuga de sus hijos, ese cáncer que corroe las entrañas de La Rioja.

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