EL COLOR DE LA FE - La Nación, octubre de 1966

EL ENCUENTRO

El 31 de diciembre, en La Rioja, es un día multicolor. Y calcinante. Tanto, que los riojanos se sienten decepcionados cuando, por una ironía de la naturaleza, ese día está nublado o llueve. Que es lo peor que les podría pasar. Y todo esto, no porque sea el último día del año, sino porque es el del Encuentro, así, con mayúscula, porque precisamente a las doce del 31 de diciembre de todos los años antes, frente al Cabildo, y ahora frente a la Casa de gobierno, se 'encuentran' nada menos que el Niño Alcalde con el Patrono de La Rioja, San Nicolás de Bari.
El Niño Jesús, en su negro traje de Alcalde español - capa de raso, sombrero de dos picos y vara de la justicia en mano - parte de la iglesia de San Francisco. Este pequeño Niño Jesús, de cara sonrosada y vivísimos ojos azules que, según la historia legendaria, dominó una rebelión indígena ofreciéndose a los aborígenes con los atuendos del poder real.
Y San Nicolás de Bari, el negro Patrono que, con sus vestiduras episcopales y su corona, sale de la Catedral, su casa, para recibir en la calle y de rodillas a su Señor.
Extraordinaria ceremonia eta del Encuentro, en su significado litúrgico y en su solemnidad que, año a año, arranca lágrimas a los riojanos y pone emoción en los que la presencian por primera vez.
Frente a la Casa de Gobierno, exactamente al mediodía del 31 de diciembre, bajo un sol de fuego, San Nicolás, el taumaturgo, el Sacerdote magno, el Patrono, humildemente se arrodilla tres veces ante ese Niño Alcalde, su Dios, que con amorosa mirada celeste permanece quieto y de pie, recibiendo el homenaje que merece como Dios y Señor del universo.
Extraordinaria lección esta de humildad y acatamiento para los soberbios, los poderosos y los fatuos, inspirada en el más puro espíritu evangélico.
Después y hasta el 2 de enero, San Nicolás y el Niño han de permanecer juntos en la Catedral, recibiendo la morosa veneración de su pueblo.

GLOBOS Y COLOR

Pero en el Encuentro y en la procesión que se realiza al día siguiente y durante todo el tiempo que dura la celebración patronal, hay 'alféreces' y 'allis'. Que así se denominan los promesantes de San Nicolás y del Niño Alcalde, respectivamente.
Los alféreces constituyen la guardia caballeresca del Patrono, algo así como la tradicional guardia suiza del Vaticano, con la diferencia de que aquí, para ingresar en ella, sólo es necesario 'ofrecerle' a San Nicolás 'vestirse' de tal, cuanto tiempo uno desee.
Estos alféreces simbolizan a los hidalgos españoles 'de a caballo'. Por ello en esta festividad de diciembre lucen tahalí especialmente morado - el color episcopal - y una 'bandera' en cuya asta una serie de globos de tela de diversos y vivos colores, parece las cuentas de un trozo de collar inmenso, engarzadas en un hilo descomunal, sólido y erecto.
Tres, cuatro, cinco globos, coronados por una pequeña cruz, desde la que penden varias cintas, amarillas, rojas, moradas...
Y todos ellos 'comandados' por los apóstoles, que dan órdenes, guían, permanecen estatuarios al lado del Santo y lucen, orgullosamente, como símbolo de poder, una banda con la leyenda 'Apóstol', en medio de flores bordadas sobre campo violáceo.
Caballeros en la exacta acepción del término, porque aunque transitan a pie durante la novena, el Encuentro y la procesión, el último día realizan un desfile a caballo - en viejos caballos criollos liberados por un momento del arado, el coche o el carrito repartidor - y hasta una carrera cuadrera, en la que ponen en evidencia sus habilidades hípicas.
Los 'allis' en cambio, son los seguidores del Niño. Del mismo que, portado por San Francisco Solano al encuentro con los indios, aceptara el gobierno de La Rioja para poner fin al alzamiento.
Una 'vincha' a manera de corona, adornada por florecillas, cuentas brillantes y cintas colgantes sobre la nuca y un pectoral cuadrado, con bordados, ribetes de colores y un espejito en su centro, constituyen el hábito de los 'allis'. De estos que, nominados con un nombre quechua, deberían llamarse 'los buenos' o 'los elegidos', si lo hiciéramos en castellano. O quizás, simplemente, los bautizados, los que dejaron de ser infieles para convertirse por el agua en cristianos. Ya que, según la historia, San Francisco, una vez dominada la subversión indígena, bautizó a miles de ellos convirtiéndolos en sus seguidores. Los otros, ya calmados, volvieron al Huaco.
'Allis' que obedecen a un Inca, alcurnioso personaje de realeza indígena, transmitida de generación en generación, que en las procesiones marcha solemne, bajo un arco adornado y sostenido por dos de sus súbditos al compás monótono y seco de una caja o tamboril y que, con voz cascada, entona en un quechua salpicado de hispanismos el 'Tinkunaco', dulce canción de alabanza a Dios y a la Virgen.
Explosión de colores, de viva fe sencilla y tradición celosamente mantenida, bajo un sol de fuego que derrite el asfalto y obliga a entrecerrar los ojos, pero que no ahuyenta a los riojanos.

LAS PADERCITAS

A una legua de la Ciudad, por el camino a la Quebrada de los Sauces, están Las Padercitas, vestigios de un fuerte español, cubierto hoy por un templete de piedra que los protege de la destrucción. Parecitas estas - porque su nombre actual es una deformación del diminutivo de pared - que recuerdan el lugar donde San Francisco Solano, el santo misionero de América, apaciguara a los indios.
Hacia allí convergen los riojanos el primer domingo de agosto, en pedestre peregrinación.
La procesión a Las Padercitas tiene mucho de religiosa devoción y de ruidosa y expansiva romería.
Los que siguen a San Francisco Solano, portado en andas desde su templo hasta allá, van a pie, rezan y descansan de a trechos.
Los demás, los que llegan en autos, motocicletas, ómnibus y camiones, van de romería. Con cestas de comida, con asientos y con receptores de radio. Son los que acampan en las cercanías del templete y se posesionan de sombras y sembrados y para los que pareciera que, por ese día, no existieran ni cercas ni alambrados, ni noción siquiera de esa cosa que se llama propiedad privada.
La procesión a Las Padercitas va y vuelve a pie. Descansa en improvisadas estaciones, levantadas por la diligencia piadosa de los habitantes de las casas por cuyos frentes pasa y atraviesa calles adornadas con gallardetes y palmas.
En este día de agosto, quien ve pasar a San Francisco con su mirada buena, su violín y su Niño, piensa en el esfuerzo que deberá hacer, año tras año, su humildad para aceptar este paseo triunfal, con bombas de estruendo, banda de música y receptores portátiles pegados a las orejas de algunos caminantes. Que si bien son peregrinos, son también admiradores del fútbol.
¿Y cómo pasar una tarde dominguera sin conocer 'los resultados' de los partidos que se juegan en Buenos Aires?

PEREGRINAR AL SEÑOR DE LA PEÑA

Por la Puerta de Arauco, camino a Aimogasta, se sale a un valle hecho de barreales blanquecinos y de grisácea vegetación hirsuta. En ese valle, al pie del cerro y no lejos del camino, la naturaleza ha querido jugarle una pasada a la imaginación de los riojanos. O quizás a su espíritu, siempre abierto a todo lo que sea religioso.
Allí, en un desierto de tierra amarillenta, en el que no crecen ni las matas más pequeñas, el viento y la lluvia ¿o la mano de Dios? han tallado sobre una inmensa mole granítica los rasgos del rostro de Jesús. De Jesús visto de perfil, con afilada nariz judaica y melena hasta los hombros.
Es claro que en esto de ver al Señor en la piedra, como en todas las cosas, hace falta fe. Y la fe brota a raudales de los corazones sencillos de los hombres y mujeres del pueblo. Que ya es un milagro, a veces, vivir en esos campos desolados y sedientos.
Por eso, en la Semana Santa, los peregrinajes al Señor de la Peña levantan polvaredas interminables en los caminos y encienden cientos de velas al pie de la efigie pétrea.
De velas, que se convierten en pequenísimas llamas, acurrucadas debajo de la mole, como dándole calor y que dejan en el suelo un manto blanco y resbaladizo de estearina y de sebo endurecidos.
Peregrinar al Señor de la Peña es llevarlo todo. Agua, comida, fuego y sillas.  Pero por sobre todas las cosas, es tener ojos para ver, en las rugosidades del granito, en sus aristas y en sus hendiduras, eso que ve la gente sencilla y que está vedado para quienes, con los ojos de la razón, buscan la evidencia.
Tal vez porque hay "razones que la razón no entiende" o simplemente porque Jesús prefirió siempre mostrarse a los humildes y limpios de corazón.

PESEBRES Y VILLANCICOS

Desde siempre, la Navidad riojana se ha caracterizado por sus Pesebres o Nacimientos, 'armados' en casi todos los hogares, desde el humilde rancho de los barrios más apartados hasta las residencias de las familias más pudientes. Y decimos armados, porque la expresión 'armar el pesebre' es, en esta Ciudad, corriente e irreemplazable en esta época del año.
El Pesebre es así una tradición que se transfiere de padres a hijos y no son pocos los que ostentan con orgullo imágenes muy antiguas, tallas de real valor artístico y hasta objetos de arte que harían la delicia del más exigente anticuario.
Y junto a esto, en casi un pueril pero purísimo anhelo de honrar al Divino Niño, se colocan las primeras uvas, moradas y turgentes; vainas de doradas algarrobas; palomas y juguetes - infinidad de juguetes - desde el elemental autito fabricado de plástico, hasta complicados cohetes que nos recuerdan que vivimos en la era del espacio.
No es ésta, evidentemente, la manera más ortodoxa de rememorar la Natividad del Señor y entraña casi un olvido de la desnudez, el frío y la pobreza del Pesebre de Belén, pero sí es, sin duda, la afectuosa exteriorización de un sentimiento acendrado y monitor.
Quienes miran sin espíritu crítico estas expresiones del sentir popular no pueden menos que pensar que si Cristo hubiera nacido 'aquí y ahora', como se ha dado en decir, tendría, en especial de sus pobres, estos presentes y no oro, ni incienso ni mirra.
Y estas decenas de pesebres son visitados, noche a noche, desde el 24 de diciembre hasta el 6 de enero, por innúmeras caravanas o 'pacotas' de jóvenes y adultos que, acompañados por diversos instrumentos, entonan ante aquellos villancicos.
En ellos todo un pueblo expresa su sentir. Los hay con evidentes reminiscencias de canciones populares españolas muy viejas y otros creados por la imaginación de los lugareños, modernos juglares que introducen en sus versos referencias a su tiempo y a su tierra.

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